viernes, 2 de abril de 2010

Lo Siniestro y lo Sensual del Ocaso

En 1918 Max Beckmann pinta La Noche. ¿Cómo puede una obra como ésta ser, a simple vista, calificada de erótica? Si tenemos en cuenta que el erotismo, de acuerdo a Georges Bataille, es la búsqueda de nuestra continuidad en el ser amado, y en esta imagen vemos la destrucción del ser en manos del ser, ¿dónde está la lógica?. Pues no está, la lógica no existe en el ser humano ni en la obra de arte. Georges Bataille escribe, en 1957, sobre el erotismo, la reproducción y la relación con la muerte:

“Los seres que se reproducen son distintos unos de otros, y los seres reproducidos son tan distintos entre sí como de aquellos de los que preceden. Cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás algún interés, pero sólo él está interesado directamente en todo eso. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro hay un abismo, hay una discontinuidad.”[1]

En la obra de arte también hay una discontinuidad que se extiende a la obra en relación con el artista y en relación con el espectador. La angustia y el erotismo actúan en el artista en el momento de producción de la obra: la intención de callar la angustia lo mueve al acto creativo en el cual se produce el encuentro erótico, el querer continuar su ser en la obra. El acontecimiento artístico se convierte en el éxtasis. Pero la obra es finalizada y el artista vuelve a su estado inicial de angustia cuando nota el nacimiento del abismo entre él y su creación, la discontinuidad de su ser al cobrar independencia la obra. Ahora, ésta pertenece al espectador quien, a su vez, en el momento de entendimiento con la misma, se proyecta a su continuidad. Pero este éxtasis, nuevamente, es efímero. Y aún así, el artista sigue produciendo obras y el espectador disfrutando de ellas, repitiendo lo siniestro de lo erótico en la obra de arte: cada vez que uno y otro violenta lo discontinuo sabe que nunca va a alcanzar ese deseo de continuar en el otro.

La Noche es un buen ejemplo para demostrar esta reflexión dado que, a simple vista, nos repele, nos asquea, y nos angustia. Una vez que asumimos esa angustia, la obra nos atrae, nos atrapa como los encantadores de serpientes hindúes porque en el fondo encontramos una forma de acortar este abismo que nos separa de otra gente, de otras experiencias: la contemplación sincera, libre de prejuicios y consciente. Buscamos encontrarnos a nosotros mismos en la obra, romper nuestra propia discontinuidad con nosotros mismos. Como diría Walter Benjamin en su ensayo Sobre Algunos Temas en Baudelaire, no basta con la fuerza de voluntad y la capacidad de concentración del espectador. El artista debe convertirse en el shock que pueda penetrar la consciencia del espectador y hacer que ésta convierta al shock en “experiencia vivida”, es decir, una experiencia que sin haber sido necesariamente experimentada físicamente por el espectador, podamos vivirla en forma consciente en nuestro ser para buscar atravesar el abismo con otros seres y lograr esa continuidad que tanto deseamos.

Ese es el valor de una obra de arte, su sensualidad para provocar este querer, este desear vernos a nosotros mismos. Todas las obras de arte son, bajo esta concepción, eróticas. Eróticas en esta relación de discontinuidad - búsqueda de la continuidad - vuelta a la discontinuidad. Lo que quiero demostrar aquí es que el erotismo en el arte no es simplemente una cuestión de actos y formas explícitas como tampoco se puede calificar de erótico una obra que muestre desnudos. El erotismo visto desde el punto de vista de Bataille es una forma de afrontar la vida sabiendo que con la vida viene la muerte. Es vivir la vida con pasión y en constante búsqueda de puentes que atraviesen el abismo sabiendo que son un imposible y, aún así, seguir buscando y construyendo. Finalmente, “la experiencia erótica, vinculada con lo real, es una espera de lo aleatorio: es la espera de un ser dado y de unas circunstancias favorables”.[2] El artista convive con lo azaroso en su obra, como también sabe que lo azaroso jugará un papel importante en el contacto con el espectador. Pero ya no importa, la obra no es más suya, ni tampoco lo será del espectador, sino que lo será del hombre en la azarosa forma en que es arrojado al mundo. Dicho de otro modo “la contemplación de la obra no aísla al hombre de sus vivencias, sino que las inserta en la pertenencia a la verdad que acontece en la obra, y así funda el ser-uno-para-otro y el ser-uno-con-otro como el histórico soportar el existente (Dasein) por la relación con la no-ocultación”[3]. Para Martin Heidegger el hombre es arrojado al mundo con la muerte al final del camino y la obra de arte le permite insertarlo a ese mundo al que fue arrojado mostrándole el camino a la verdad. Esa venida azarosa del hombre al mundo, tanto artista como espectador, buscará ser entendida sin resultados a través del intento de callar la angustia que le produce el conocerse discontinuo que manifestará tanto en la creación como en la contemplación de la obra de arte.


[1] Bataille, Geroges, El Erotismo, Barcelona, 2005, Tusquets Editores, pág. 16 - 17.

[2] Ibíd., pág. 28.

[3] Heidegger, Martin, El Origen de la Obra de Arte, México D. F., 2002, Fondo de Cultura Económica, pág. 105 - 106.

sábado, 27 de marzo de 2010

El Crítico de arte (con Minúscula)

¿Podemos hoy seguir hablando del Arte (con mayúscula)? Si y no. Si, cuando hablamos de la Historia del Arte, de la Teoría del Arte, de las Academias, de la Ciencia del Arte, de la Filosofía del Arte. Arte (con mayúscula) es la definición del arte (con minúscula), es el intento de aprehenderla, de significarla, de caraturarla, de hacerla comprensible para todos... o para algunos...

El Fauvismo, el Cubismo, el Expresionismo, el Futurismo son academicistas. Proponen una nueva técnica, una nueva temática, una nueva visión del Arte (con mayúscula) pero, a través de ellos, el Academicismo sobrevive gracias a la insistencia en el lenguaje del Arte. El Arte tiene que tener un lenguaje, ya sea universal o particular, pero que siempre establezca una relación de intención - interpretación o, más simplemente, de codificación - decodificación basada en signos acordados. Acordados con un público particular, de acuerdo a los criterios críticos, sujetos a la inserción en la Historia del Arte, objeto de definición filosófica o prueba científica. ¿Por qué esperamos que el Dadá nos responda? ¿O que el Dadá sea una respuesta? ¿Por qué el ser humano sigue sintiendo la necesidad de clasificar la vida? ¿Hay una solución para cada cosa? ¿Hay una solución para todo? ¿Nos hacemos las preguntas correctas? ¿Por qué tiene que haber una respuesta para cada pregunta?

Probablemente y, sin intenciones, Dadá haya dado con una sola respuesta correcta: ¡dudemos! ¿De qué? De todo. De todo lo artificial, lo catalogado, lo titulado, lo acordado, lo “lenguajizado”. Creamos sólamente en nuestras esencias, en lo que se nos hace natural, en lo que gozamos, en lo que sentimos, en lo que comunica sin necesidad de un lenguaje. Creamos en lo que manifiesta la vida, el devenir. ¿Se puede encasillar la vida, explicar su goce, la felicidad o la injusticia del estar vivos? Volviendo a mi pregunta inicial sobre si podemos seguir hablando del Arte (con mayúscula), la respuesta es “no”. Si queremos vivir el arte, la vida, debemos tomarla como un presente. Si la encasillamos, encasillamos la vida y hacemos de ambas un pasado.

Entonces, ¿qué misión le espera al crítico de Arte (con mayúscula)? Ninguna. Como bien decía Arthur Danto, el fin del Arte (con mayúscula) es el fin del relato que ha desplegado la historia y la filosofía del arte a lo largo de siglos sobre estilos y manifiestos buenos versus malos. Los promotores Dadá se le anticiparon por 70 años, pena que tuvieran que acudir a la herramienta del manifiesto y no confiaran exclusivamente en el poder de sus obras, con el urinal de Mutt hubiera bastado.

Pero al crítico de arte (con minúscula) le espera una ambiciosa empresa: elaborar una obra de arte que responda a la misma necesidad que la obra de arte contemplada.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Un Sac de Loto

(hacer click en la imagen para agrandar)


Cocteau, Jean, La Difficulté d'Etre, 1947.

martes, 23 de marzo de 2010

Mayoría de Edad

Si hay algo que tenían en claro futuristas y expresionistas era lo que querían: los futuristas querían que Italia viajara en tren, ya no más en carroza romana o llevando la cruz a cuestas. Los expresionistas soñaban con que todos los alemanes viajaran en la misma clase, ya no los obreros echando carbón a las calderas del tren. Los futuristas querían cambiar la concepción que el mundo tenía de Italia modernizándola a través de su arte. Los expresionistas soñaban con cambiar la forma en que los hombres se veían cuando trabajaban para sí mismos y no para la humanidad.

Estos dos grupos confiaban que, habiendo definido el “qué”, el “cómo” vendría solo. Para los expresionistas fue a través de la unión de artistas en asociaciones comunistas donde el arte era una herramienta para construir la sociedad colectivista. Para los futuristas, fue con el corte definitivo con las tradiciones y los antepasados para construir un nuevo arte que funcionara como base del nuevo espíritu de la época. Si bien parecería que estaban de acuerdo en el uso del arte, fuera como herramienta o base, estos grupos estaban mirándose de lados opuestos de la ventana. Los artistas alemanes ya sabían que la modernidad no había terminado como ellos hubieran querido: otorgando igualdad y liberando al hombre. La modernidad los había dejado en una relación de sumisión a una burguesía que los veía como un bien especulativo. Los italianos, en cambio, veían en la modernidad el camino, o más bien, el tren, el automóvil sobre el cual podrían definir su nueva identidad.

Ni una cosa ni la otra. La modernidad fue ambas caras de la moneda. Parecería que el futurismo era la tempestad que arrastraba hacia el futuro al Angelus Novus de Klee descripto por Walter Benjamin. Mientras que los expresionistas, sentados a la orilla de la modernidad viéndolo llegar, se tomaban sus cabezas con desesperación, sabiendo que la profecía se había cumplido.

Los manifiestos de ambos grupos bien representan soluciones artísticas a estos dos planteos e inauguran una nueva concepción del artista como crítico y, sobre todo, como hombre de acción. Los alemanes dirán que “un buen comunista es en primera línea comunista y después trabajador especializado, artista, etc.”[1] Sin el afán de tomar posiciones políticas, esta frase me inspira para ir más allá y reconocer que el artista debe ser, antes que artista, un humanista y su arte el arma para romper las cadenas que impiden al hombre verse a sí mismo, lograr su independencia de las morales falsas que sólo lo reducen a una existencia ficticia, placentera, pero ficticia. Por el otro lado, el rechazo de las tradiciones como valores normativos al que instigan los futuristas se convierte hoy en un precepto indispensable del hombre. Ver hacia el pasado, aprender de los errores, retomar cuestiones que nunca fueron investigadas son viajes válidos, pero sin caer en el historicismo hegeliano en el cual el pasado es indispensable para entender las actividades humanas. Debemos mirar hacia el futuro como los futuristas - no en vano se han atribuido tal nombre, tener proyectos. Pero debemos ser críticos como los expresionistas, no confiar en que las cosas deben seguir su curso por conformismo histórico.

Como conclusión, apelo a Giorgio de Chirico, quien no lo podría haber dicho mejor: “Todas las cosas tienen dos aspectos: el aspecto corriente, que vemos casi siempre y que ven los hombres ordinarios, y el aspecto fantasmal y metafísico, que sólo unos pocos individuos pueden ver en momentos de clarividencia y de abstracción metafísica.”[2] Es cuando llegamos a este punto de reflexión sobre el arte, en el que lo despojamos de toda utilidad moral, religiosa, estatal, social, que el arte finalmente cumple la mayoría de edad.


[1] Grupo Rojo, Manifiesto (1924)

[2] Giorgio de Chirico, Arte Metafísico (1913 - 1920)

domingo, 21 de marzo de 2010

El Crítico como Artista o el Artista como Crítico

Si Oscar Wilde le hubiera dedicado alguna opinión a Charles Baudelaire en su papel de crítico, hubiera sido para llamarlo “escritor de segunda categoría”. Atrapado en la existencia moderna de la primera parte del siglo XIX, Baudelaire intenta desesperadamente entender esa nueva realidad cortando con los ideales platónicos de belleza y recorriendo las calles en busca de la razón del nuevo ser moderno, caracterizado por la vida urbana producto de la revolución industrial.

Su crítica se verá empapada de la dualidad de la época, la cual lo llevará a anunciar el arte romántico como símbolo de esa modernidad que vive de cerca y describe desde la distancia: la búsqueda de lo eterno a través de lo transitorio y lo fugitivo. Propone entonces este francés, el camino del nómada, el del hombre de mundo que todo lo contempla con la novedad con la que el niño absorbe lo que lo rodea. De este modo, el hombre podrá entender el mecanismo moral, a diferencia del artista que vive en su barrio sin saber lo que sucede con el vecino, aunque, según Wilde, continuará siendo el biógrafo del mundo.

En defensa de Baudelaire, se podría decir que, si para Wilde el crítico es artista, para Baudelaire el artista es crítico. Si la composición artística es pasional, si hay un dominio absoluto del color, si expresa interioridad y melancolía, entonces el artista describirá el espíritu de los tiempos. Es, entonces, el artista moderno quien lee el mundo y el crítico el que define al artista moderno, siempre y cuando su crítica sea la que “abra más horizontes”[1], la que permita mayores lecturas de una realidad que aún no comprenden, tanto artistas como críticos, pero que quieren vivir, leer, interpretar, contemplar. Aquel que use las herramientas del spleen y la melancolía para inventar lugares comunes y “ceder la identidad a cualquier pasante”[2] será el héroe de esa modernidad. El arte que pregona Baudelaire ya no tiene un objetivo moral y mucho menos su crítica, sino que se convierte en un arte narrativo de la decadencia espiritual del hombre en manos de un monstruo satánico, es decir, se convierte en el espectáculo de esa decadencia.

Oscar Wilde, por otro lado, toma de los griegos, en tanto que nación, el aspecto crítico ante la vida y lo convierte en la base de su teoría crítica cuando dice “si bien los temas actuales son más amplios y variados que el de los griegos, es solamente a través del intelecto crítico de éstos que se puede interpretar los nuevos temas”[3]. La obra de arte más bella no es ya aquella que describe lo eterno en lo transitorio, sino la que nunca alcanza el ideal de su creador, dejando demasiado librado al espectador, pero no al uso de su razón ni al reconocimiento, sino a su sentido de la estética. Wilde otorga al público la facultad y demanda la obligación de la crítica como obra de arte que devela secretos que la obra original desconoce. Para él, la crítica usa la obra de arte como punto de partida para crear pensamiento. Pero no es un pensamiento encerrado en su actualidad ni aislado de la historia, sino que es re-escribiendo la historia para ampliar la ya estrecha visión de las gentes de su época, como Wilde encuentra en el crítico al responsable de despertar las consciencias, de crear nuevos deseos y prestar su visión y temperamento.

Si bien Wilde prefiere subordinar la Etica a la Estética, la crítica debe ser siempre moralizante, aunque no en el sentido tradicional de la palabra. Wilde no cree que sólamente el crítico deba ser crítico, sino también (o, más bien) el hombre común. Para él, la crítica es la base de la creatividad, no sólo artística, sino también en la vida. Y la crítica entendida como contemplación, aunque no en el sentido baudelaireiano de la contemplación ingenua, sino como una re-escritura de la historia que permitirá al hombre alcanzar un espíritu crítico de su cultura. ¿Para qué? Con el espíritu crítico el hombre alcanza la vida, que no es “hacer” pero “ser”, ni “ser” puramente sino “siendo”. El hombre se transforma en el hacedor de los tiempos. La moral wildeana radica en una postura similar a la nitzscheana: ser crítico es ser libre, es poder decir de antemano “no” a ciertas definiciones religiosas, políticas y sociales que las generaciones previas han querido imponer. No ve aún la caída en desgracia que entenderá Nietzsche como la oportunidad de crearnos nuevamente, pero anticipa esa libertad no sólo en las artes, sino en la vida cotidiana como llamada a combate ante el conformismo generalizado. “Es la crítica la que nos hace más cosmopolitas”[4], reza Wilde, oponiéndose al ser nómade como camino a la esencia de los tiempos de Baudelaire. La crítica es una condición que el hombre debe establecer como a priori para “escuchar” el mundo y comprobar si rima. Ya no es más una distancia que el hombre debe establecer, sino un sentido que debe desarrollar. La distancia de Baudelaire es necesaria para poder desarrollar el sentido de la crítica. En este sentido, se puede decir que Wilde toma a Baudelaire como punto de partida y lo lleva varios pasos adelante, al punto que termina haciendo de la crítica una forma de vida. En cuanto al arte, según Baudelaire, ésta no hará más que enseñarnos una vida que no queremos vivir y el crítico será nuestro traductor. En cambio, para Wilde el vivir no es más que sufrimiento, mientras que el arte será el camino para alcanzar la perfección, para purificarnos e iniciarnos. Pero cada hombre será el responsable de criticar ese arte, y esa vida que nos hiere.


[1] Baudelaire, Charles, Las Flores del Mal y Crítica de Arte, Tomo II, p. 1105.

[2] Ibíd., p.

[3] Wilde, Oscar, The Complete Works of Oscar Wilde, United States of America, Barnes & Noble, Inc., 1994, p. 1055.

[4] Ibíd., p. 1056.

sábado, 20 de marzo de 2010

Actitud

(hacer click en la imagen para agrandar)


Wilde, Oscar, The Complete Works of Oscar Wilde, United States of America, Barnes & Noble, Inc., 1994, p.863.

jueves, 18 de marzo de 2010

Simulacro

Siempre salté los prólogos. Aún cuando era esencial leerlos. Quizás porque los pocos que leí pecaban de auto-referentes, de auto-complacientes, de apologéticos, de críticos. Escritos por el mismo autor o por un supuesto conocedor de la obra, los prólogos, en general, tienden a develarle, en forma resumida, la obra al lector, explicándole lo que debe entender. En cierto modo, se usa el prólogo para no dejar duda alguna de que la obra tiene un fin útil, y nada más que describir este fin para guiar al lector en el camino a recorrer. Fiel a mi concepción “barthiana” del texto, yo prefería matar al autor de un solo golpe saltando el prólogo.

Sin embargo, como en toda regla hay una excepción, y Michel Foucault fue una de ellas. Al decidir alzar las velas y navegar su “Historia de la Locura en la Época Clásica”, una palabra en su prólogo llamo mi atención: “simulacro”. El prólogo como simulacro del texto que se desdobla e impone “su ley a todos los que, en el futuro, podrían formarse a partir de él”[1]. La consciencia del riesgo del simulacro le declara al lector su deber como tal: escapar esta imposición, la del prólogo, introduciéndose en el texto “sin ser advertido en sus intersticios […]. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien precede el discurso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición.”[2]

En cambio, disfruto los epílogos. Al final de la obra ya tengo argumentos y herramientas para acordar o diferir con la obra, ya no con el autor que, sabiendo que moriría en el texto, da su ultimo manotazo en el prólogo. Más excitante aún, al final de la obra, el lector despliega y comprueba que, más allá de acordar o diferir, vio que en lo aparentemente invisible del pliegue, estaba el intersticio. Ese azaroso momento en que el lector (y por qué no el espectador, el oyente) se introduce en el intersticio de la obra per se, de la crítica, del pensamiento, es el momento en que deviene obra.

Parafraseando el final del prólogo citado de Foucault, ustedes me podrían decir:

- al final escribiste un prólogo!

- por lo menos es más breve que el escrito por Foucault.


[1] Foucault, Michel, Historia de la Locura en la Epoca Clásica, Tomo I, Trad. Juan José Utrilla, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1967, p.3.

[2] Foucault, Michel, El Orden del Discurso, Trad. Alberto González Troyano, 2da. ed., Buenos Aires, Tusquets Editores S.A., 2002, p. 11.