










un archivo de intersticios
En 1918 Max Beckmann pinta La Noche. ¿Cómo puede una obra como ésta ser, a simple vista, calificada de erótica? Si tenemos en cuenta que el erotismo, de acuerdo a Georges Bataille, es la búsqueda de nuestra continuidad en el ser amado, y en esta imagen vemos la destrucción del ser en manos del ser, ¿dónde está la lógica?. Pues no está, la lógica no existe en el ser humano ni en la obra de arte. Georges Bataille escribe, en 1957, sobre el erotismo, la reproducción y la relación con la muerte:
“Los seres que se reproducen son distintos unos de otros, y los seres reproducidos son tan distintos entre sí como de aquellos de los que preceden. Cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás algún interés, pero sólo él está interesado directamente en todo eso. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro hay un abismo, hay una discontinuidad.”[1]
¿Podemos hoy seguir hablando del Arte (con mayúscula)? Si y no. Si, cuando hablamos de la Historia del Arte, de la Teoría del Arte, de las Academias, de la Ciencia del Arte, de la Filosofía del Arte. Arte (con mayúscula) es la definición del arte (con minúscula), es el intento de aprehenderla, de significarla, de caraturarla, de hacerla comprensible para todos... o para algunos...
Si hay algo que tenían en claro futuristas y expresionistas era lo que querían: los futuristas querían que Italia viajara en tren, ya no más en carroza romana o llevando la cruz a cuestas. Los expresionistas soñaban con que todos los alemanes viajaran en la misma clase, ya no los obreros echando carbón a las calderas del tren. Los futuristas querían cambiar la concepción que el mundo tenía de Italia modernizándola a través de su arte. Los expresionistas soñaban con cambiar la forma en que los hombres se veían cuando trabajaban para sí mismos y no para la humanidad.
Si Oscar Wilde le hubiera dedicado alguna opinión a Charles Baudelaire en su papel de crítico, hubiera sido para llamarlo “escritor de segunda categoría”. Atrapado en la existencia moderna de la primera parte del siglo XIX, Baudelaire intenta desesperadamente entender esa nueva realidad cortando con los ideales platónicos de belleza y recorriendo las calles en busca de la razón del nuevo ser moderno, caracterizado por la vida urbana producto de la revolución industrial.
Su crítica se verá empapada de la dualidad de la época, la cual lo llevará a anunciar el arte romántico como símbolo de esa modernidad que vive de cerca y describe desde la distancia: la búsqueda de lo eterno a través de lo transitorio y lo fugitivo. Propone entonces este francés, el camino del nómada, el del hombre de mundo que todo lo contempla con la novedad con la que el niño absorbe lo que lo rodea. De este modo, el hombre podrá entender el mecanismo moral, a diferencia del artista que vive en su barrio sin saber lo que sucede con el vecino, aunque, según Wilde, continuará siendo el biógrafo del mundo.
En defensa de Baudelaire, se podría decir que, si para Wilde el crítico es artista, para Baudelaire el artista es crítico. Si la composición artística es pasional, si hay un dominio absoluto del color, si expresa interioridad y melancolía, entonces el artista describirá el espíritu de los tiempos. Es, entonces, el artista moderno quien lee el mundo y el crítico el que define al artista moderno, siempre y cuando su crítica sea la que “abra más horizontes”[1], la que permita mayores lecturas de una realidad que aún no comprenden, tanto artistas como críticos, pero que quieren vivir, leer, interpretar, contemplar. Aquel que use las herramientas del spleen y la melancolía para inventar lugares comunes y “ceder la identidad a cualquier pasante”[2] será el héroe de esa modernidad. El arte que pregona Baudelaire ya no tiene un objetivo moral y mucho menos su crítica, sino que se convierte en un arte narrativo de la decadencia espiritual del hombre en manos de un monstruo satánico, es decir, se convierte en el espectáculo de esa decadencia.
Oscar Wilde, por otro lado, toma de los griegos, en tanto que nación, el aspecto crítico ante la vida y lo convierte en la base de su teoría crítica cuando dice “si bien los temas actuales son más amplios y variados que el de los griegos, es solamente a través del intelecto crítico de éstos que se puede interpretar los nuevos temas”[3]. La obra de arte más bella no es ya aquella que describe lo eterno en lo transitorio, sino la que nunca alcanza el ideal de su creador, dejando demasiado librado al espectador, pero no al uso de su razón ni al reconocimiento, sino a su sentido de la estética. Wilde otorga al público la facultad y demanda la obligación de la crítica como obra de arte que devela secretos que la obra original desconoce. Para él, la crítica usa la obra de arte como punto de partida para crear pensamiento. Pero no es un pensamiento encerrado en su actualidad ni aislado de la historia, sino que es re-escribiendo la historia para ampliar la ya estrecha visión de las gentes de su época, como Wilde encuentra en el crítico al responsable de despertar las consciencias, de crear nuevos deseos y prestar su visión y temperamento.
Si bien Wilde prefiere subordinar la Etica a la Estética, la crítica debe ser siempre moralizante, aunque no en el sentido tradicional de la palabra. Wilde no cree que sólamente el crítico deba ser crítico, sino también (o, más bien) el hombre común. Para él, la crítica es la base de la creatividad, no sólo artística, sino también en la vida. Y la crítica entendida como contemplación, aunque no en el sentido baudelaireiano de la contemplación ingenua, sino como una re-escritura de la historia que permitirá al hombre alcanzar un espíritu crítico de su cultura. ¿Para qué? Con el espíritu crítico el hombre alcanza la vida, que no es “hacer” pero “ser”, ni “ser” puramente sino “siendo”. El hombre se transforma en el hacedor de los tiempos. La moral wildeana radica en una postura similar a la nitzscheana: ser crítico es ser libre, es poder decir de antemano “no” a ciertas definiciones religiosas, políticas y sociales que las generaciones previas han querido imponer. No ve aún la caída en desgracia que entenderá Nietzsche como la oportunidad de crearnos nuevamente, pero anticipa esa libertad no sólo en las artes, sino en la vida cotidiana como llamada a combate ante el conformismo generalizado. “Es la crítica la que nos hace más cosmopolitas”[4], reza Wilde, oponiéndose al ser nómade como camino a la esencia de los tiempos de Baudelaire. La crítica es una condición que el hombre debe establecer como a priori para “escuchar” el mundo y comprobar si rima. Ya no es más una distancia que el hombre debe establecer, sino un sentido que debe desarrollar. La distancia de Baudelaire es necesaria para poder desarrollar el sentido de la crítica. En este sentido, se puede decir que Wilde toma a Baudelaire como punto de partida y lo lleva varios pasos adelante, al punto que termina haciendo de la crítica una forma de vida. En cuanto al arte, según Baudelaire, ésta no hará más que enseñarnos una vida que no queremos vivir y el crítico será nuestro traductor. En cambio, para Wilde el vivir no es más que sufrimiento, mientras que el arte será el camino para alcanzar la perfección, para purificarnos e iniciarnos. Pero cada hombre será el responsable de criticar ese arte, y esa vida que nos hiere.
Siempre salté los prólogos. Aún cuando era esencial leerlos. Quizás porque los pocos que leí pecaban de auto-referentes, de auto-complacientes, de apologéticos, de críticos. Escritos por el mismo autor o por un supuesto conocedor de la obra, los prólogos, en general, tienden a develarle, en forma resumida, la obra al lector, explicándole lo que debe entender. En cierto modo, se usa el prólogo para no dejar duda alguna de que la obra tiene un fin útil, y nada más que describir este fin para guiar al lector en el camino a recorrer. Fiel a mi concepción “barthiana” del texto, yo prefería matar al autor de un solo golpe saltando el prólogo.
Sin embargo, como en toda regla hay una excepción, y Michel Foucault fue una de ellas. Al decidir alzar las velas y navegar su “Historia de la Locura en la Época Clásica”, una palabra en su prólogo llamo mi atención: “simulacro”. El prólogo como simulacro del texto que se desdobla e impone “su ley a todos los que, en el futuro, podrían formarse a partir de él”[1]. La consciencia del riesgo del simulacro le declara al lector su deber como tal: escapar esta imposición, la del prólogo, introduciéndose en el texto “sin ser advertido en sus intersticios […]. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien precede el discurso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición.”[2]
En cambio, disfruto los epílogos. Al final de la obra ya tengo argumentos y herramientas para acordar o diferir con la obra, ya no con el autor que, sabiendo que moriría en el texto, da su ultimo manotazo en el prólogo. Más excitante aún, al final de la obra, el lector despliega y comprueba que, más allá de acordar o diferir, vio que en lo aparentemente invisible del pliegue, estaba el intersticio. Ese azaroso momento en que el lector (y por qué no el espectador, el oyente) se introduce en el intersticio de la obra per se, de la crítica, del pensamiento, es el momento en que deviene obra.
Parafraseando el final del prólogo citado de Foucault, ustedes me podrían decir:
- al final escribiste un prólogo!
- por lo menos es más breve que el escrito por Foucault.